No quería que se enfadara.
Aquel día podía salir más temprano y llegar a comer. Las cosas con el novio no estaban bien y volvía a estar triste, a sentir que su vida no tenía sentido. Ojalá no tuviera que ir a comer.
Fingió que estaba contenta y cogió el coche. Para evitar retrasarse, cogió un camino secundario. Parecía que iba a llover pero no le dio importancia. Seguro que llegaría antes. Pisó el acelerador. Todo con tal de que no le gritara. Metió una mano en la guantera para sacar el cargador del móvil, no lo encontró y volvió a concentrarse en la conducción. Esperaba llegar antes de que se enfadara. La última vez la había dejado sola en la cocina mientras él comía en el comedor. Y aquella vez que le dijo que ella era una niña malcriada.y que él no iba a ser su sirviente también. Era como si no se diese cuenta de que vivía lejos, muy lejos y de que había tráfico, siempre. Y de que eran veinte minutos de reloj lo que le llevaba llegar. No se daba cuenta o no quería darse cuenta. O sólo estaba nervioso. Ya no sabía. Había renunciado a entenderlo.
La carretera tenía curvas pronunciadas, debía tener cuidado. Empezó a llover. Llovía tanto que no veía la carretera, y quiso frenar.
Abrió los ojos. El reloj funcionaba. Menos mal. Tenía cristales en las manos, no había ventana, ya no tenía gafas y le caía sangre de la cabeza. Había tenido un accidente. No podía abrir la puerta porque estaba encastrada en un árbol. El árbol había impedido que el coche cayera al terraplén. Y ella también. Pasó un coche de la guardia civil. Estaban tan sorprendidos como ella. Le ofrecieron ayuda y le preguntaron quién era, cómo se llamaba. Ella no era capaz de razonar, ellos le ayudaron. Le llamó y él sonó fastidiado. La iría a recoger, pero cómo había podido ser tan torpe.
Llegó más tarde y le dijo que no era nada, que no fuera quejica. La dejó en la clínica. Fue a aparcar y regresó. No entró con ella en la consulta. La doctora ni la miró, se limitó a decirle que tenía contusiones, le puso unas cuantas grapas y le dio unos calmantes.
Él la llevó a una cafetería y le dijo que tenía una reunión. Que llamara a un taxi. Sola, mareada, llamó un taxi.
El amor
Su compañera de mesa me hizo sonreír. Pequeñita, grandes ojos azules, amplia sonrisa. Miraba a su marido con amor. Miraba la vida con cariño y sólo sufría al hablar de sus hijas. Recordó con ternura a su padre trayendo setas en su gorra después de un duro día de trabajo. Recordó que se las daba con amor. El amor que se traspasa de persona a persona, de corazón a corazón, de siglo a siglo.
El turbante.
Miraba a la niña con nostalgia. Recordaba a su hija, su princesa. Recordaba cuando los tiempos eran felices y su mujer le quería, le tocaba, le sonreía. Eran felices. Él era feliz. Ellas, también.
La niña tenía un turbante. Estaba graciosa. Seguramente se había empeñado en colocarse en la cabeza la bufanda de mamá. Y mamá se había encargado de hacerle un tocado. Se le daba bien porque venía de familia sombrerera. Su abuelo había abierto la primera tienda de sombreros de la pequeña ciudad de provincias y su padre había seguido la tradición. Ella no. Ella había decidido ser enfermera, pero a veces atendía la tienda. Había aprendido que las cabezas de las personas tienen formas caprichosas, más o menos redondas, más o menos apiruladas. Sonrió imaginándose la reacción de un cliente ante esta descripción. Recordaba un señor italiano. Apenas era capaz de expresarse en español y se aprovechaba de la transparencia léxica entre dos lenguas hermanas. Quería una gorra Kangol de las que estaban de moda. En la tienda tenían dos colecciones, una para señores más mayores y otra para chicos. Él quería de chicos. La quería verde y roja. Ella se adentró en la trastienda, entre cajas y cajas de sombreros para encontrar la gorra. Sabía que no lo podría hacer porque conocía el catálogo y conocía los pedidos clásicos de su padre. Aún así, entró en la trastienda porque necesitaba respirar. El hombre tenía la cabeza más apirulada que había visto en su vida. Quizás era más visible debido a una forma bien extraña de su cuello, enganchado a unos hombros estrechísimos. Tanto que parecía que dependían de ese cuello. Los brazos eran largos, muy largos. El cuerpo, sin novedades. Sólo era aquella cabeza y el cuello. No podía dejar de verlos, aún en la oscuridad. Tenía que reponerse de semejante imagen.
Volvió a la luz de la tienda, pero el cliente italiano se había ido. Qué disgusto. Ya no iba a poder admirar de nuevo esa cabeza apirulada.
Los recuerdos de personas con cabezas de formas especiales se encontraban en una caja guardada en algún lugar privilegiado de su cerebro. Cuando la vida le angustiaba, cuando tenía pena y cuando estaba aburrida, abría la caja. Sacaba sus cromos y rememoraba todas las cabezas.
Hoy no lo necesitaba. Miraba a su marido y pensaba que estaba a gusto. A pesar de que él no hablara. Ya no. Hacía un año que había dejado de verla. Cuando pasó todo, él dejó de verla. Le hablaba, le contestaba, iba a la compra, hacía las tareas escolares con la pequeña. Pero no le hablaba. Le culpaba de todo. Ella sabía que no tenía culpa, pero callaba porque prefería llevar ese dolor a tener la convicción de que había sido un accidente.
Él no sabía todo esto, sólo sabía que había sido una época maravillosa. Ahora no podía volver y tenía la sensación de que vivía en un período de transición. Creía que amaba y creía ser amado, pero no era igual. No sentía plenitud. Su cuerpo no estaba en su mente y su mente divagaba para ahuyentar las penas de no estar donde quería estar. Con su hija, con su mujer. Con ellas y sólo con ellas. Este sucedáneo había sido suficiente un tiempo pero ya se había cansado. Echaba de menos reconciliarse con su mujer. Echaba de menos las mañanas de los sábados, llevar a su hija a ballet, compartir confidencias con ella, saber de sus avances musicales. Echaba de menos ser feliz.
La niña tenía un turbante. Estaba graciosa. Seguramente se había empeñado en colocarse en la cabeza la bufanda de mamá. Y mamá se había encargado de hacerle un tocado. Se le daba bien porque venía de familia sombrerera. Su abuelo había abierto la primera tienda de sombreros de la pequeña ciudad de provincias y su padre había seguido la tradición. Ella no. Ella había decidido ser enfermera, pero a veces atendía la tienda. Había aprendido que las cabezas de las personas tienen formas caprichosas, más o menos redondas, más o menos apiruladas. Sonrió imaginándose la reacción de un cliente ante esta descripción. Recordaba un señor italiano. Apenas era capaz de expresarse en español y se aprovechaba de la transparencia léxica entre dos lenguas hermanas. Quería una gorra Kangol de las que estaban de moda. En la tienda tenían dos colecciones, una para señores más mayores y otra para chicos. Él quería de chicos. La quería verde y roja. Ella se adentró en la trastienda, entre cajas y cajas de sombreros para encontrar la gorra. Sabía que no lo podría hacer porque conocía el catálogo y conocía los pedidos clásicos de su padre. Aún así, entró en la trastienda porque necesitaba respirar. El hombre tenía la cabeza más apirulada que había visto en su vida. Quizás era más visible debido a una forma bien extraña de su cuello, enganchado a unos hombros estrechísimos. Tanto que parecía que dependían de ese cuello. Los brazos eran largos, muy largos. El cuerpo, sin novedades. Sólo era aquella cabeza y el cuello. No podía dejar de verlos, aún en la oscuridad. Tenía que reponerse de semejante imagen.
Volvió a la luz de la tienda, pero el cliente italiano se había ido. Qué disgusto. Ya no iba a poder admirar de nuevo esa cabeza apirulada.
Los recuerdos de personas con cabezas de formas especiales se encontraban en una caja guardada en algún lugar privilegiado de su cerebro. Cuando la vida le angustiaba, cuando tenía pena y cuando estaba aburrida, abría la caja. Sacaba sus cromos y rememoraba todas las cabezas.
Hoy no lo necesitaba. Miraba a su marido y pensaba que estaba a gusto. A pesar de que él no hablara. Ya no. Hacía un año que había dejado de verla. Cuando pasó todo, él dejó de verla. Le hablaba, le contestaba, iba a la compra, hacía las tareas escolares con la pequeña. Pero no le hablaba. Le culpaba de todo. Ella sabía que no tenía culpa, pero callaba porque prefería llevar ese dolor a tener la convicción de que había sido un accidente.
Él no sabía todo esto, sólo sabía que había sido una época maravillosa. Ahora no podía volver y tenía la sensación de que vivía en un período de transición. Creía que amaba y creía ser amado, pero no era igual. No sentía plenitud. Su cuerpo no estaba en su mente y su mente divagaba para ahuyentar las penas de no estar donde quería estar. Con su hija, con su mujer. Con ellas y sólo con ellas. Este sucedáneo había sido suficiente un tiempo pero ya se había cansado. Echaba de menos reconciliarse con su mujer. Echaba de menos las mañanas de los sábados, llevar a su hija a ballet, compartir confidencias con ella, saber de sus avances musicales. Echaba de menos ser feliz.